Invitar a MATEO KINGMAN a crear la música para mi colección RESPIRAR, surgió de la necesidad de representar los sonidos desde la afectividad. Mientras diseñaba las piezas, visualizaba una puesta en escena que, atravesando distintos estados, pueda conmover. En la búsqueda de elementos que me permitan articular los argumentos etéreos y abstractos (tan comunes en quienes hacemos arte) con realidades cotidianas, sociales y políticas (muy presentes en mis cuestionamientos como creadora), me propuse invitar a alguien que además de hacer música propia y haber demostrado tener una postura frente a problemáticas sociales en su carrera musical, haya experimentado en su propio cuerpo situaciones internas y externas de fragilidad.
Quiero aclarar que previo al proyecto no existía ningún nexo de por medio entre Mateo y yo y que me pronuncio desde mi propia subjetividad, absolutamente consciente de que contribuyo a la discusión sobre un caso que resulta exageradamente sonado, frente a casos desgarradores de violencias que ocurren a diario en Ecuador y que no tienen ni de cerca la misma visibilidad, y lo hago porque me parece la opción más sustancial dentro de la industria donde me desenvuelvo como diseñadora.
Considero importante compartir públicamente las ideas e interrogantes que han estado presentes en mí desde el momento en que tomé la decisión de integrar a Mateo en RESPIRAR, porque si bien el proyecto no tiene nada que ver con su caso, todos sabemos que en términos prácticos visibilizar su trabajo implica tomar una posición frente a las acusaciones que han girado en torno a él en estos años. Estos cuestionamientos resultaron en una crítica que les comparto hoy, que no se dirige a las reivindicaciones feministas en general, sino a prácticas y discursos específicos que se han instalado en ciertas esferas, y que pienso que pueden ser contraproducentes.
SOBRE LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN Y LA IMPOSIBILIDAD DEL APRENDIZAJE
Es innegable que, ante Estados inoperantes, la posibilidad de hacer públicas, a través de las redes sociales, situaciones de agresión, maltrato y/o violencia, permite establecer cierta noción colectiva sobre la recurrencia de patrones machistas en la sociedad.
Pero también hay que reconocer que el uso desmedido de herramientas como el “escrache” le ha dado una plataforma a la exposición de un desahogo individual que recibe una atención desmesurada y poca contención colectiva y por otro a lado, ha significado la reproducción de lógicas de castigo que no permiten promover reflexiones para repensarnos como sociedad.
Se aniquila la figura pública del “hombre agresor”, pero no se interpela la estructura del sistema patriarcal. Los privilegios de clase por ejemplo suelen pasar completamente a segundo plano, a pesar de que muchas de estas denuncias son únicamente escuchadas gracias al ejercicio de ese privilegio. En lugar de tener plataformas de consciencia que permitan el desmantelamiento de las injusticias sistémicas, tenemos espacios de desahogo individual.
Suena revolucionario hacer justicia sin pasar por las estructuras estatales, pero es ingenuo entender a las redes sociales como espacios de “libre” expresión, uso y acceso, cuando es evidente que están programadas para que nos mantengamos como consumidores de información descontextualizada. Si no enmarcamos cada caso y no medimos sus matices es bastante fácil que convirtamos nuestros objetivos de lucha colectiva en venganzas individuales.
De las experiencias de violencia de género (con las que puedo empatizar por las vivencias de mujeres muy cercanas a mí, más no desde la experiencia en mi propio cuerpo) resulta una psicología personal muy afectada, que, a mi modo de ver, gana muy poco de esta sobreexposición mediática que a menudo desencadena procesos de revictimización y ciclos de estigmatización de los conflictos vividos. Además, para la tan necesaria construcción de espacios de reflexión y reaprendizaje de los hombres entendidos como victimarios es contraproducente equiparar bajo la etiqueta de violencia de género los comportamientos machistas tan presentes entre nuestros amigos y compañeros a violaciones y femicidios, porque no representan el mismo peligro para la sociedad.
Y finalmente alrededor de las experiencias de violencia, sobre todo en los debates de clase media, se habla de “sororidad” para sostener a las víctimas, pero se excluyen las disidencias de opinión de mujeres y se elimina la participación de los hombres en las discusiones, lo que imposibilita la autocrítica y concentra las acciones en torno al castigo en lugar de a la construcción de una recompensación y recuperación de las personas implicadas.
SOBRE LA GENERALIZACIÓN DE LA REALIDAD DE LAS MUJERES Y LOS ACTIVISMOS SIN CONSCIENCIA DE CLASE
Aunque es incuestionable que las mujeres vivimos en nuestros cuerpos la constante amenaza de un sistema machista, resulta bastante absurdo universalizar nuestras realidades. Una mujer, blanca y adinerada, perteneciente a una clase pudiente, cuenta con muchas más opciones para una vida plena, que cualquier hombre que no.
Si se supone que lo que buscamos es la eliminación sistemática de violencias en la sociedad ¿por qué no politizamos los demás problemas que enfrenta el mundo, y nos dedicamos, en su lugar, a reflexionar sobre las violencias ejercidas sobre las mujeres de manera aislada al sistema capitalista?
Los ciclos de violencia y abuso arraigados históricamente en nuestras sociedades sobre los cuerpos de niñas y mujeres, y la opresión sexista en general, resultan groseramente simplificados cuando se miran como un problema únicamente vinculado al sexo/género. Si bien la violencia sexual ejercida contra las mujeres es muy preocupante, el problema no puede ser entendido (ni afrontado) sin ser relacionado con las otras formas de violencia que estructuran al sistema capitalista, como la pobreza, el racismo y la desigualdad de clase.
Cuando se integra en la vida cotidiana un discurso de privilegio de género, hay que hacer el esfuerzo de integrar también un discurso de privilegio de clase. Si no, se corre el riesgo de caer en peligrosas generalizaciones que tienen una lógica de universalización de los problemas que tiende a la polarización y banalización de las reivindicaciones. Impide encontrar soluciones para una transformación colectiva, que en gran medida depende de la posibilidad de transformación de los hombres, porque nos coloca a las mujeres como protagonistas intocables de una lucha que parecería pertenecernos sólo a nosotras. Cómo si no fuésemos todos parte del mismo sistema opresor.